Debe ser la rifa con el mayor premio del mundo: la presidencia de la república, y de paso, 130 huachitos parlamentarios. Los peruanos la organizamos cada cinco años, aunque últimamente, los premios no duran todo el período, los ganadores renuncian acorralados o son despojados por mayorías parlamentarias que, a su vez, también son expectoradas. Nada dura en el incierto juego en que se ha convertido el poder. El último ganador amenaza con romper todos los récords anteriores y muchos, la mayoría, ya vislumbra una nueva rifa general en el horizonte más o menos cercano.
Es cierto que, en sentido estricto, las rifas y las elecciones tienen reglas diferentes: en una necesitas un boleto para participar y es el puro azar el que decide; en el otro, también necesitas un boleto, pero, además, hay trabajo duro (aunque breve), dinero, un sinfín de trucos, y desde luego, suerte. Y ni siquiera eso alcanza siempre; para ganar también hace falta algo que los especialistas no terminan de definir y que a veces llaman “olfato” o “intuición”.
Pero el carácter aleatorio, azaroso e impredecible de nuestras elecciones parece haberse acentuado en los últimos tiempos, aunque tenemos antecedentes tan vetustos como Fujimori en 1990, de modo que ni siquiera podemos decir que se trata de algo nuevo. La rifa es muy antigua.
Y, sin embargo, una sensación de “fin de mundo”, de situación extrema y sin atenuantes, parece haberse apoderado de todos, o casi todos. La última rifa resultó fallida, y eso solo puede corregirse con más de lo mismo: una nueva rifa.
No será sencillo, los ganadores se resisten a entregar sus premios, aunque resulte evidente que no saben qué hacer con ellos. Por otro lado, no faltan críticos que impugnan las reglas de la rifa/elección. ¿Es posible que introduciendo algunas nuevas reglas los resultados varíen y, al menos, recuperen su antigua y relativa estabilidad? Ciertamente esta columna no tiene una respuesta. En cambio, sí tiene una certeza: cuando se convoque al próximo sorteo los candidatos abundaran. No deja de ser curioso, considerando que casi todos los últimos ganadores han terminado en la cárcel o en algo peor. Como polillas atraídas por la luz, los candidatos serán capaces de incinerarse con tal ganar. Mientras tanto, en la oscuridad de sus cubículos, los electores buscaremos, como cuy de tómbola, el refugio que este más a la mano cuando nos vuelvan a preguntar a dónde queremos ir.