Antes que nada, quiero recordar la vida secreta de este libro. Empezó en el 2012 como una visión de mi propia sangre, o del espiral de mi herencia genética, por la que me senté a escribir un texto breve, que, al revisarlo unos días después, no me dejó lo suficientemente contento y por eso no lo incluí en mis colecciones de cuentos. Una década después, a inicios del friolento 2022, volví a mirarlo y de pronto lo reescribí y lo publiqué en CARETAS. Y fue entonces cuando, animado por un grupo de amigos que lo leyeron, surgió el proyecto de publicarlo solo y como libro ilustrado.
La historia de El primer cuentista se remonta a un mundo olvidado, donde los antecesores de la especie humana bregaban más que hoy en su lucha por la supervivencia; las ilustraciones que ofrece reproducen cuatro murales hallados en cavernas prehistóricas, esto es, arte rupestre hecho sobre roca (roca deriva del latín rupes), los cuales se fusionan con dibujos y pinturas originales de factura reciente; estas últimas tomaron como inspiración o punto de partida a las primeras, y su realización corrió a cargo de dos brillantes artistas jóvenes, Casandra y Joshua Tola, hijos de mi difunto amigo y gran artista José Tola, a quien admiro y extraño mucho.
En cuanto a los personajes principales, figuran un cuentista oral y un pintor de muros, y el tema de fondo gira en torno a la etapa final del largo y misterioso proceso para la creación de las palabras y de un lenguaje estructurado, hazaña portentosa que se debió dar en la Edad de Piedra, aproximadamente entre los sesenta y cien mil años atrás; dicho lenguaje rudimentario propició una mayor cercanía e integración entre los humanos. Y en consecuencia, abrió un espacio común para que irrumpa el héroe de este relato, a quien denominé El primer cuentista. ¿Por qué?
Porque, en definitiva, alguien, un homínido iluminado, tuvo que hablar por primera vez y así empezó todo. O para decirlo citando a la Biblia: “En el principio fue el verbo”, un soplo asociado a la luz del entendimiento, aunque en el Génesis, libro que se escribió miles de años después, los profetas judíos nada dijeron sobre el origen del lenguaje. Solo sabemos que Dios ya hablaba cuando instruía a Adán y Eva, yque ellos entendieron las reglas del Paraíso,aunque a final de cuentas las desobedecieron.
El primer cuentista, en todo caso, apareció en el Paleolítico. Y lo que el relato de este libro afronta es el gran salto evolutivo que representó para la especie humana el hecho de trasmutar las voces guturales en palabras, así como de articular un lenguaje modulado que entreteja pensamientos y proponga acciones, ¡y que además cuente historias! De todo ello, eso sí, no tenemos aún una certeza categórica, porque se sabe poco; todo se reduce a conjeturas e imaginación para esbozar una recreación verosímil.

Digamos pues que este libro juega a llenar los vacíos de conocimiento sobre aquel mamífero que empezó a imponerse en el mundo: el Homo sapiens, descendiente del Homo erectus, primer homínido que caminó erguido y que lentamente se convirtió en Homo habilis, especie nominada así por su intuición para transformar piedras y maderas, o bien cueros y lianas, con el fin de construir herramientas. (En vez de “construir” debí decir “manu-facturar”, término que alude a lo elaborado con las manos. Por eso las ilustraciones de mi relato dan a las manos un énfasis evidente).
De otro lado, la ciencia del siglo XXI ha constatado que la evolución del Homo habilis dio un paso adelante y trepó al peldaño de Homo sapiens, y este, tras aparearseluego con un primo, el Neardental, procreó un nuevo Homo sapiens recargado, cuyos hijos parecen haber sido los primeros Sapiens que hablaron. Sobre estos mestizos de Sapiens y Neardental, en fin, se han descubierto restos óseos: cráneos y huesos, que revelan trazas de su aspecto físico. Pero de aquello que concierne a la palabra, y a la habilidad de la creación del lenguaje, no hay rastros: no existen fósiles ni vestigios duraderos. Nuestra capacidad de hablar se ha sostenido (y se sostiene hasta ahora) en un soporte frágil, lo que la anatomía llama los tejidos blandos del organismo humano: el cerebro, la laringe, las cuerdas vocales, el paladar y la lengua, tejidos y membranas que en semanas se pudren y se hacen polvo y desaparecen. Estamos pues en un callejón sin salida. No tenemos claras perspectivas para descubrir qué fue cambiando en el hemisferio izquierdo del cerebro y en las cuerdas vocales. Pero, sea como fuere, algo de eso sucedió, y en algún momento nuestros antepasados encontraron la forma de entenderse y quizá hasta de chismorrear.
El primer cuentista es una narración que adhiere a la teoría de la evolución de las especies, hipótesis respaldada por sucesivos hallazgos paleo-antropológicos; y de esta, debido a “la generación espontánea” (según Darwin) se dio en los humanos “una mutación casual” (según Chomsky); ello mejoró nuestro aparato fonador y estimuló el afán de expresarnos, por la cual habría surgido un proceso de aprendizaje creciente, con métodos de vocalización y memoria, así como de enseñanza y difusión.
Dicho “afán de expresarnos” es clave. De la película de anticipación, Blade runner, todos recordamos a menudo la célebre escena de un robot rebelde, un robot llamado ‘replicante’ por ser una copia perfecta del ser humano; a tal punto es perfecta que sabe que va a morir. Y entonces, al luchar contra el detective que lo persigue, hace algo extraño: decide salvarlo. ¿Por qué? Porque necesita un testigo, necesita alguien a quien contar sus experiencias. Ese ‘replicante’ ya resulta prácticamente humano cuando dice: “Yo he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser… Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. ¡Qué gran humanidad hay en esas palabras!

Señalo además tres “constantes” que se mueven dentro y fuera del relato. Por ejemplo, el simbolismo de las manos impresas en piedra, que figuran en muchas cavernas alrededor del planeta. ¿Existe una explicación para esta ubicua y curiosa universalidad? Hay varias conjeturas que se barajan, aunque la que yo prefiero es la más obvia: el hombre prehistórico era nómade, pues huía del clima extremo, el hambre y la guerra, tal como sucede con cualquier migrante; las teorías actuales dicen que apareció en África, y que luego, durante miles de años, se fue desplazando continuamente. ¿Y por qué dejaban huellas de sus manos? ¿Era una marca territorial? ¿Una forma de decir “Aquí estamos” a quienquiera que las viera”? Es posible. O tal vez solo sea un desfogue, una forma de trasmitir la tremenda soledad en la que vivieron nuestros antepasados.
Otro aspecto del relato que llamará la atención son los nombres de los personajes: Jo-no, Fu-ro, Val-do. ¿A qué se deben esos nombres exóticos? Proceden de otra suposición mía: son nombres que podían haber derivado de onomatopeyas y de voces guturales, por lo cual no sería raro que se redujeran a dos sílabas: dos sonidos fáciles de recordar y que servirían para individualizar al otro. Los apelativos actuales repiten los nombres de civilizaciones conocidas: la judía, la egipcia, la persa, la china, la griega y la romana, enmarcadas en el curso de los últimos diez mil años. El primer cuentista, en cambio, está situado ¡cien mil años atrás!, en un lejano mundo olvidado; y ese olvido tiene los visos de una puerta infranqueable.
El último aspecto se refiere al extraordinario arte rupestre del Paleolítico. Son dibujos, grabados y pinturas que exhiben una excelente técnica, muy similar a los estilos vigentes del arte figurativo: el surrealismo, el expresionismo, el minimalismo e incluso el realismo. De ahí que, cuando se descubrieron las pinturas de las cavernas, los artistas modernos del siglo XX las celebraron, en particular los vanguardistas; ellos detectaron una identidad (o una afinidad estética) que supieron valorar, vindicar y emular.
Para terminar, hago saber que lo que acabo de referir sobre El primer cuentista son notas a posteriori de su escritura.Peroquiero insistir en un par de detalles: primero, el tono narrativo, que simula ser una relación de hechos, pero en la que, ya lo dije, se ocultan veladamente los residuos de una visión, o quizá deba decir “una afiebrada alucinación”; y segundo, la brevedad del relato, que responde a mi anhelo de forjar una historia con la mayor síntesis posible. Tan breve es, que algún lector podría pensar: “No es el último libro de Ampuero, sino su último suspiro”.
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*Testimonio de Fernando Ampuero sobre su último libro, el cual fue publicado inicialmente en la sección Última impresión de la edición impresa de CARETAS.