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Eduardo Ruiz Sosa: “Yo no creo que exista gente sin voz, lo que hay es gente que no escucha” | Entrevista

Escribe: J. J. Maldonado* | Eduardo Ruiz Sosa es autor de “El libro de nuestras ausencias”, considerada como una de las mejores novelas publicadas en España el 2022.

lunes 30 de enero del 2023
en Cultura
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Eduardo Ruiz Sosa: “Yo no creo que exista gente sin voz, lo que hay es gente que no escucha” | Entrevista

Eduardo Ruiz Sosa es un escritor mexicano con una obra muy potente que incluye novelas, conjunto de cuentos, crónicas y ensayos. Actualmente vive en Barcelona. Fuente: Candaya.

El libro de nuestras ausencias (Editorial Candaya) empieza con una confesión o informe terrible: en abril de 2022, un reporte del Comité contra la Desaparición Forzada (ONU) determinó que para analizar los más de 52 mil restos humanos que permanecen sin identificar en las instalaciones forenses de México serían necesarios más de 120 años de trabajos. “120 años”, se repite el narrador de la novela, “más de la mitad de la historia del país. La mitad de la historia mexicana es más de un siglo de desapariciones”.

Eduardo Ruiz Sosa, autor de El libro de nuestras ausencias, se adentra de esta forma a una de las grandes tragedias que azota a su país: las desapariciones de personas por causa del horror de la violencia en México. Alejado del “relato oficial”, lo que se propone a contar el escritor es el otro lado de la historia, la versión de los deudos e, incluso, de las propias víctimas. El resultado: una novela de dimensiones épicas y con una voz narrativa que no solo es una simple voz, sino toda una legión de voces que se mezclan y confunden como en un coro teatral.

Considerada por diversos medios periodísticos de España como una de las mejores novelas publicadas el 2022, El libro de nuestras ausencias cuenta ya con una segunda edición y ha cosechado un sinfín de reseñas positivas entre los lectores. Desde Barcelona, CARETAS conversa con Ruiz Sosa, quien muy amablemente nos recibió en las oficinas de Candaya.

—Estamos ante un libro que te ha supuesto casi 15 años de escritura. En todo ese tiempo en el que has estado trabajando con materiales como la muerte, las desapariciones y la violencia, ¿cuánto ha cambiado tu visión sobre ese México del que narras en el libro?

Yo creo que con la escritura de mis dos novelas –y supongo que también con el segundo libro de cuentos, Cuántos de los tuyos han muerto–, he llegado a la idea de una suerte de mexicanidad que no es parte del relato homogéneo nacional e identitario que se impuso por años en la historia del país. Eso puede verse en distintas regiones de México (la del sur del pacífico con el mundo indígena; la del caribe mexicano o la de las fronteras norte y sur) en donde existe un relato colectivo que siempre estuvo apartado del “Gran Discurso Nacional” y que ahora es una realidad con más presencia literaria, que se manifiesta en el trabajo de autores con una brújula interior que apunta hacia las periferias (por llamarlas de alguna manera). Pienso en Sara Uribe, en Franco Félix, en Fernanda Melchor. Es el caso de la presencia del narcotráfico, la corrupción política, la desigualdad social, etc., y sus diversas, y actuales, representaciones literarias. Creo que la idea de ver el país desde esa otra perspectiva, más fragmentaria y menos sólida, más ajena de una latitud a otra, ha sido un poco para mí el resultado del proyecto literario en el que están mis últimos tres libros.

—Con esto que me dices intuyo que tú trabajas pensando no necesariamente en libros independientes, sino en un proyecto, en un gran todo, en un universo, como más o menos lo hacían Bolaño, Faulkner o el primer García Márquez.

Es verdad que, de distintas maneras, todos los libros que he publicado hasta ahora tienen relación entre sí y se mueven en torno a una serie de ideas, asuntos y espacios comunes. Incluso hay personajes de El libro de nuestras ausencias que aparecen en textos anteriores, pero son versiones en constante transformación, personajes que en un texto cumplen una función y tienen una composición interna o externa diferente a la de otro texto posterior en el que también aparecen. Eso, desde luego, no interfiere en la lectura ni obliga una lectura hilada de los textos. Creo que se trata, más que de una idea de universo, de temáticas y espacios que siempre han estado reapareciendo en cada uno de mis textos. Sí, pienso en un proyecto, en que lo que escribo no puede aislarse en cápsulas, que todos los textos están, de alguna manera, vinculados entre sí. Sin embargo, no se trata de una idea que tenga como intención el entramado de un universo o de una “obra total”, como a veces se dice, sino una idea de apertura, de lazo con lo que me rodea.  

Publicada el 2022 en España, la novela de Ruiz Sosa narra la historia de las víctimas y de los deudos de la violencia del narcotráfico en el norte de México. Fuente: Candaya.

—Tópicos de la literatura mexicana última: violencia, desapariciones, narcotráfico, muerte en la frontera, mitologías populares, etc. Si bien todos estos temas están incluidos en tu novela, esta no cae en el lugar común o en el efectismo tradicional para mostrar el horror que se vive en México. ¿Conceptualizaste esa otra forma de contar la historia de tu país o surgió de forma natural?

Eso es algo que desde hace mucho tiempo está presente, no solo como interés mío, sino también de casi toda una generación de escritores mexicanos. Un contexto social y cultural cualquiera se presta para diversas posibilidades de aproximación literaria. Está el caso de la novela negra, por ejemplo, que usa el contexto mexicano como escenario para sus tramas o para colocar una suerte de termómetro social más o menos contemporáneo en sus historias. Eso es algo que, al menos en algunos escritores mexicanos de mi generación, se cuestiona desde hace tiempo. Cuando yo empecé a publicar y a asistir a uno que otro encuentro de autores jóvenes, para muchos de los escritores del norte de México esos tópicos ya eran un lastre. Un número importante de creadores no quería saber nada de ese tratamiento narrativo que se le estaba dando al narcotráfico, la violencia, la frontera, etc., que se ofrecía más como escenografía o simple telón de fondo. Por tanto, muchos escritores empezamos a buscar una vía distinta. A mí no me interesaba esa fijación narrativa que se tenía en la literatura mexicana sobre los narcos o los criminales. Es decir, cierto tipo de novela convertía al narco o al policía corrupto en este personaje típico de la novela negra: el antihéroe o el héroe caído en desgracia. A mí me interesaba una cosa más colectiva, que esté anclada en la cotidianidad. Porque convertir el relato en una suerte de apología o de historieta del papel de los narcos en la sociedad no me interesaba, me interesaba más la parte de las víctimas, la parte de los supervivientes, la parte de la gente común y corriente, y de cómo ellos se adaptan, responden o renuncian a determinadas cosas en ese medio violento para seguir viviendo.  

—Tu novela pone en órbita el dolor de las ausencias o desapariciones en México. ¿Con qué escollos –políticos, técnicos, morales, literarios– tú te encuentras al momento de narrar esta historia?

Creo que una de las preocupaciones más importantes en el libro es la idea de que hay un lenguaje que ya no sirve o que ya no es útil para describir o explicar el dolor. Es decir, un discurso ordenado, un discurso calculado, un discurso lineal. Entonces, mi intención fue la de buscar ese lenguaje, la ruptura de esa forma de experimentar el mundo. Porque presentar la narración de ese dolor con cierto orden, con una cierta ilación de causa/efecto, me resultaba poco honesto, como si ese orden del discurso fuera una imposición a los acontecimientos, que son dispersos, intensos, desarreglados. Creo que la función del arte es transmitir una emoción, no imponer un orden. Me parece que estamos habituados a creer que transmitir una emoción implica contarla, explicarla, presentarla de manera que sea comprensible dentro de un determinado esquema de ideas, en una determinada norma cultural. Por tanto, me inclino más hacia la idea de que el modo en que un texto puede evocar o transmitir un estado de ánimo, una emoción, una afectación, tiene que ver con, por ejemplo, el contagio de una respiración o de cualquier otra reacción física que conduce de inquietud que nos hace primero sentir y luego pensar. Elías Canetti decía que lo que buscaba en sus libros era pensar narrando, es decir, la idea de transmitir una forma de pensar –o llegar a una forma de pensar (y luego transmitirla)– mediante los efectos de la narración. Yo creo que es así, agregando la idea de la emoción y de la afectación. Entonces, sin duda ese fue uno de los elementos más complicados que tuve que resolver mientras escribía El libro de nuestras ausencias.

—Con esto que me dices, supongo que para ti el lenguaje tradicional no alcanza o no es suficiente para contar el horror.  

Al menos para mí no es suficiente. Eso no quiere decir que a otros autores o lectores no les alcance o que no haya otras formas de hacerlo. Pero viendo la obra de otros escritores de estos tiempos, creo que no es tan descabello pensar que las estructuras que se han utilizado hasta hoy ya no son suficientes o simplemente ya no alcanzan para contar ciertas experiencias. Creo que la literatura, en términos técnicos, es una de las artes que menos ha cambiado a lo largo de la historia. Puede ser esta una tontería, pero a mí me sorprende mucho leer a autores de mi generación, o más jóvenes, que todavía siguen utilizando, por ejemplo, las estructuras de los diálogos convencionales, o que recurren a formas y estilos marcadamente tradicionales. En cambio, creo que artes como la pintura, la escultura, la danza, el cine o la música, han evolucionado más en lo que respecta a estructura, forma, en cuanto a la manera de construir una experiencia estética que represente a una experiencia del mundo.

—La presencia del teatro se anuncia desde el inicio mismo del libro. Todo parece organizado a través de un repertorio teatral, con las escenas, el reparto, el montaje, etc.  ¿Por qué te interesaba tanto darle esta forma al libro?

Creo que ya desde las primeras versiones del libro había personajes que tenían mucho que ver con el teatro, pero no había una implicación del teatro como parte de una estructura formal y narrativa. Eso vino casi al final, en una de las últimas versiones. Acostumbro a leer mucho teatro. Para las últimas reescrituras del libro, releí una buena cantidad de textos dramáticos a los que con cierta frecuencia vuelvo. En Culiacán también trataba de ir al teatro tanto como podía. Todo eso está muy ligado a la novela, pues como se dice después de la primera nota (esa que comentábamos la otra vez, la de los 120 años): “Era el año 1996 y fuimos por primera vez al teatro”. Eso es verídico, como casi todo lo que sucede en la novela. Esa fue la fecha en la que yo fui por primera vez al teatro. Y lo primero que vi fue El quinto mandamiento de Dolores Espinoza, con la dirección de Alberto Solián, con un reparto de intérpretes muy jóvenes, chicos de dieciocho años más o menos. Yo entonces tenía trece. Y eso fue muy impactante para mí, por la historia y por la estructura del montaje. A partir de entonces me aficioné al teatro. Luego, leí mucho. Hay influencia de un sinfín de dramaturgos, pero especialmente de uno, que es muy importante en Culiacán: Óscar Liera, y que tiene una obra que a mí me interesa mucho, quizá no tanto por la cuestión escénica, sino más bien por la poética, por la construcción de espacios, por la importancia del mundo onírico. Pero también está Shakespeare, Valle Inclán, Elena Garro, Angélica Liddell y muchos otros. Entonces el teatro fue muy importante para la novela, no ya por una cuestión solo temática y de contexto, sino también por la estructura del libro que se transformó y terminó siendo una especie de voz teatral. De modo que a final de cuentas, El libro de nuestras ausencias es como este teatro del que se habla en la historia: el Teatro de Apolo. Como se cuenta en el libro, este teatro está en un edificio que fue una cárcel y que cuando se convirtió en teatro, sin presupuesto para ninguna reforma del espacio, las escenas se representaban fragmentadas en las celdas, sin un escenario principal, sin una continuidad ni señalizaciones que dieran orden a la experiencia, así que el público tiene que pasear por las celdas viendo las escenas para finalmente reconstruir en su cabeza la historia que ha visto despedazada, desordenada. Entonces la novela es un poco como eso: el público viendo esta sucesión de escenas y luego conversando para tratar de entender esa historia fragmentada. 

—Pero no solo el teatro forma parte del constructo narrativo, también está la poesía y sus propios procedimientos. ¿Te importa mucho el aliento poético?

Para mí no hay novela sin el lenguaje poético. Creo también que es la forma de llegar a cierta expresión de las emociones o de las ideas. Para El libro de nuestras ausencias la poesía no solo fue importante para la estructura versificada del libro, sino también para expresar aquello que implica un trauma y que nos roba la posibilidad del lenguaje: el miedo, el horror, el dolor. Pienso que cuando aparece una emoción intensa, el lenguaje no existe. Cuando te duele algo, cuando algo te lástima o cuando gozas (el placer, la risa, etc.), no hay palabras. Hay balbuceo como mucho, quejidos, llantos, carcajadas. Pero no hay lenguaje. Después, poco a poco, después de ese momento explosivo de la emoción, el lenguaje se reestructura, pero se convierte en otro tipo de lenguaje. En este sentido, el lenguaje que queda más cerca del momento de la emotividad, para mí es el lenguaje poético porque es el que tiene un mayor poder evocativo, mayor poder de condensación, un mayor poder de representación de lo emotivo. Todo esto tiene que ver con el aliento poético de El libro de nuestras ausencias y la búsqueda de un lenguaje quebrado, fragmentado, un lenguaje que, para mí, es el que debo usar en el relato de la experiencia traumática que es la violencia en México. 

—En el libro hay un cuestionamiento continuo a lo que es el concepto de la ficción y la realidad. ¿Crees que, en el contexto social de México, sea posible pensar que la ficción es una mentira y la realidad una verdad?

Mi idea de la ficción y de la realidad, no tiene que ver con la mentira. Sé muy bien que la etimología de la palabra ficción guarda relación con la invención, pero yo creo que hay que poner en duda o repensar esta relación. Yo no creo que ficción y mentira sean lo mismo, y tampoco creo que realidad y ficción sean opuestos. O al menos no del todo. Me parece que son formas distintas de experimentar el mundo. La diferencia es que la realidad es una experimentación inmediata, casi corpórea, casi biológica, de una emoción que se percibe tangible o física, y que, por tanto, es pasajera, fugaz. Entonces si uno quiere recuperar una experiencia, ya sea con la memoria, contándola a alguien más o escribiéndola, esa recuperación se convierte inmediatamente en ficción. La idea de traer al presente lo que ya fue, es ficción. Y eso porque la emoción o la experiencia vivida siempre es irrecuperable. Cuando se la evoca, pasa por un filtro que la convierte en ficción. Pero eso no quiere decir que la recuperación de la emoción sea mentira, sino que es la búsqueda de una verdad irrecuperable. En ese sentido, mi idea entorno a la ficción y a la realidad es que todo es ficción, salvo la experiencia. Entonces, si queremos contar algo ya estamos haciendo ficción y hay que reconocer que estamos haciendo ficción. Ahora bien, la mentira y la falsedad son otra cosa. Y podría explicarlo con un epígrafe que aparece en Anatomía de la memoria, citando la Silva de varia lección de Pero Mexía, y que dice, más o menos, que mentir y decir mentira no son lo mismo. Así, mentir es dar una información falsa a conciencia y hacer creer a otros que esa falsedad es una verdad. Y decir una mentira es anunciar algo que no es verdad, pero sin saberlo. Esa cuestión, que tiene que ver más con la ética, es lo que a mí me interesa.  

—Como en algunos relatos de Faulkner o de Vargas Llosa, la novela está escrita desde un narrador colectivo, desde un “nosotros”. ¿Por qué la decisión de utilizar este narrador comunitario en tu novela? ¿Fue una intención estética, política o ética?  

Fue una decisión ética. La última transformación del libro fue esa. En total fueron nueve versiones. En la octava, que era mucho más extensa, con casi 1200 páginas, había un narrador en primera persona que más o menos estructuraba todo el relato: le daba cierta unidad, llevaba de la mano al lector, integraba un poco a los personajes y se convertía en una suerte de testigo de la historia. Narrativamente funcionaba, pero decidí que lo mejor era eliminar todo ese yo narrativo porque estorbaba para escuchar a los otros, que eran los que más importaban: las víctimas, las familias de los desaparecidos, las personas involucradas, etc. Entonces creí que era mucho más honesto que hablara más bien una voz colectiva. A veces es un nosotros, a veces un nosotras. Es verdad que esa voz colectiva a veces se condensa en diálogos precisos, en conversaciones entre grupos de personajes, pero aparecen como voces que están alrededor de esa primera persona del plural. De modo que me interesaba esa colectividad que tiene voz, pero a la que habitualmente no se escucha. Esa idea de que el escritor le da la voz a los que no tienen, no me gusta: yo no creo que exista gente que no tiene voz, lo que hay es gente que no escucha. Entonces a mí con el libro me interesaba quitar de por medio a ese prestador de la voz y dejar que hablara la colectividad, es decir, los otros, donde también estamos nosotros.

—El libro de nuestras ausencias no es una novela tradicional, sino más bien es una novela que rompe con el molde genérico y mezcla estilos, voces narrativas, estructuras, etc. Es una novela muy compleja, de esas que casi no se hacen, y que puede llegar a ser un tour de force incluso para el lector más sofisticado. ¿Cuando escribes piensas en algún tipo de lector o escribes sin pensar en eso?

Pienso en mis amigos y en mi familia. Es decir, en destinatarios de cierta información o de ciertos momentos del relato. De modo que no pienso necesariamente en un lector especializado, un lector culto, un lector con una preferencia por un determinado tipo de novelas. No. Cuando escribí Anatomía de la memoria, que es casi 200 páginas más extensa que esta, en un primer momento pensé que era una novela muy difícil y que no le iba a gustar a nadie. Pero la variedad de lectores que ha tenido el libro a lo largo de los años me ha demostrado que lo que habitualmente hacemos es subestimar a quien lee. De alguna manera, no sé si el mundo académico, o si la prensa, o si el mercado, nos ha llevado a pensar que a los lectores son hay que darles relatos ordenados, fáciles, comprensibles, o al menos, que eso es lo que busca la mayoría de los lectores, y que hay un “público especial” para esas novelas más “difíciles”. Creo que no, que con un poco de esfuerzo podemos acercarnos a cualquier libro. Siempre y cuando la complejidad de ese libro no sea una voluntad gratuita, sino la consecuencia de la búsqueda de transmisión de una emoción.

—En el libro aparecen personajes históricos como Julia Pastrana o José de Gálvez, responsable de una serie de masacres en México. ¿Por qué te interesaba explorar precisamente a estos personajes estrambóticos?

En el caso de Julia Pastrana, en primer lugar, porque es un personaje de la región desde donde el narco empieza a descender poco a poco hacia las ciudades. Y también porque todo su periplo vital es el periplo, al mismo tiempo, de un desaparecido, pero también de una rastreadora, de una madre que busca a su hijo. Es decir, ella es alguien que ha sido víctima de la violencia y de la corrupción del país. Además, se vincula con la cuestión teatral que tiene el libro: 20 años después de mi primera experiencia como espectador en el teatro, vi La repatriación de Julia Pastrana, casualmente dirigida por el mismo director de la primera obra que vi en 1996. La atmósfera del relato, las actuaciones, pusieron, en buena medida, uno de los estados de ánimo del libro.

Y Gálvez porque fue uno de los primeros en llevar la violencia a cotas demenciales en México: fusilamientos masivos, ahorcamientos, latigazos, destierros, arrasar pueblos enteros, etc. Todo esto relacionado con la locura y la enfermedad. Pero además porque cuando pensaba en las rastreadoras, esas mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos, las imaginaba cavando fosas desde este presente hasta un pasado muy lejano, atravesando estratos y profundidades con diferentes capas de muertos de diversos periodos históricos, desde el narco del siglo XXI hasta los muertos de Gálvez en el XVIII.

—En alguna entrevista dijiste algo que me interesó mucho: que el José de Gálvez del siglo XXI es, sin duda, Felipe Calderón.

No se sabe muy bien qué proceso mental, de enfermedad, le sucedió a Gálvez durante su tiempo en el noroeste mexicano, un proceso que, desde luego, recrudeció la violencia que ya ejercía desde que llegó a México. En el caso de Calderón (que no sé sí el peor presidente que ha tenido México, pero quizá está en el top 5), la decisión de “plantar cara” al narco con el Ejercito y sacar al Ejército a las calles para convertir las ciudades y los pueblos en un campo de guerra, fue lo que inició el torbellino de crímenes en México que hasta la fecha no se ha podido detener. A partir de eso fue que la violencia comenzó a tener una exposición pública casi en el sentido de espectáculo: tiroteos en las calles, cadáveres colgados de los puentes, decapitaciones, mensajes, entre muchas otras manifestaciones. Pero aquello también provocó que los grupos de sicarios del narco crecieran exponencialmente y se extendieran por todo el país. Lo que hizo Calderón con esa estupidez de sacar al Ejercito a las calles terminó produciendo una violencia que era, al mismo tiempo, aniquilación y espectáculo. Creo que esa es una locura que se compara solo con la locura de la época de Gálvez y su periplo por México. 

Novelista mexicano radica actualmente en Barcelona. Entre los grandes temas que rondan su obra están la muerte, la enfermedad y la memoria. (foto: KALA MADRIZ).

—¿Es cierto que tu forma de escribir es hacer una versión gigante del proyecto, luego eliminarla toda, y volver a escribir otra versión gigante y borrarla nuevamente, y así hasta encontrar el cauce o el tono narrativo que buscas?

Sí, es algo que hago siempre. La primera novela que escribí, hace mucho tiempo, tuvo cinco o seis versiones. Por supuesto esa novela nunca se publicó ni se publicará. Lo borré todo, pero quedaron ciertos elementos como, por ejemplo, el Tuerto Adán (que era el protagonista de esa primera novela). Evidentemente era otro, su realidad era otra, su forma de ser otra, su manera de ver el mundo otra. Pero permanecen algunos vínculos como su ojo de vidrio, la memoria, la idea entre lo que es ficción y realidad, etc. Y así algunos otros elementos. Anatomía de la memoria tomó, me parece, seis o siete versiones. En cambio, en el libro de cuentos Cuántos de los tuyos han muerto no ocurrió lo mismo: lo escribí en un par de meses, más o menos. Y creo que, salvo uno o dos relatos, ninguno fue reescritos en su totalidad, sino que el trabajo de corrección fue sobre los borradores originales. Con las novelas no. Con las novelas ha sido siempre empezar de cero y terminar por borrar todo, solo para volver empezar y borrar de nuevo, para nuevamente empezar y así ver a dónde me llevan las decisiones que se van tomando en el proceso de escritura.

—¿Pero guardas algo o eliminas todo lo escrito?

Elimino todo lo escrito. Hay muchas cosas que escribo a mano y evidentemente los cuadernos sí los guardo, pero hay un problema: yo mismo no entiendo mi caligrafía y se me complica, porque luego no puedo llevar nada de eso al original. Aunque algunas cosas quedan, como los diagramas, algunas notas, que son más como directrices o una maqueta interior del libro. Pero todo va quedando fuera. Hace poco encontré –por estas cosas de cambio de una computadora vieja por una nueva– una versión, que yo creo que era como la cuarta versión, con más de 700 páginas en Word, de El libro de nuestras ausencias; eso se traduce en unas 1,400 páginas en formato de libro.Lo borré sin pensarlo. Creo que la versión definitiva tiene que empezar a escribirse de la forma que tiene que ser. Y para llegar a esa forma, tengo que hacer varias versiones distintas. Y si no llego al final, es como si no viera todas las decisiones que he tomado. De modo que lo tiro y entonces vuelvo a empezar.

—La memoria, la enfermedad y la muerte son los temas que atraviesan toda tu obra. ¿Por qué te obsesionan tanto?

Supongo que son cosas que han estado muy cerca de mí. Aunque también son cosas que están cerca de cualquiera, de todos. En cierto sentido son los fenómenos de los que me he ocupado hasta ahora y de los que seguramente me seguiré ocupando por algún tiempo. Pero también hay manifestaciones concretas de cada uno. La enfermedad/locura, la muerte/ausencia, la memoria/olvido, la enfermedad/ceguera… Creo que la ceguera es como una suerte de subtema muy recurrente en mis libros. En Anatomía de la memoria, por ejemplo, hay un personaje ciego. En el libro de cuentos hay un par de personajes que son hermanos y heredan la idea de la ceguera y se preparan toda su vida para quedarse ciegos. En El libro de las ausencias hay un tuerto, que de alguna manera representa la ceguera. Y hace poco, en una revista española, La maleta de Portbou, publiqué un texto que es medio cuento, medio crónica, que también tiene que ver con la ceguera desde la experiencia personal. Por tanto, hay estos tres grandes temas que mencionas, pero también manifestaciones más concretas de cada uno. Supongo que esto es una cosa del azar, que estas cosas no se eligen, y que en todo caso lo que me corresponde a mí es reconocerlas y enfrentarlas mediante la escritura.

—Hay una frase muy potente en el libro. Dice: “La vida continúa, nos decían, es una fuerza, la vida, y no se detiene, ¿no fue ese el error?, ¿que nada se detuviera?”. Yo creo que tú no estás de acuerdo con la idea de que “la vida ha de seguir”, luego de una atrocidad. ¿Por crees que es un error ese concepto?

De un tiempo para acá hay una frase que se usa mucho, al menos en Culiacán, durante los funerales o frente a una pérdida: más allá del “lo siento mucho”, “estamos contigo” o las cosas más elementales del pésame, se dice: “te deseo pronta resignación”. Incluso en las redes sociales lo he visto. Alguien muere, aparece la noticia y entonces alguien pone: “le deseamos pronta resignación a la familia”. Eso es algo que a mí me jode un montón. Sobre todo porque me parece que esto implica el olvido absoluto del otro. Evidentemente no defiendo la idea de vivir arrastrando el recuerdo y el pesar y el dolor por la pérdida, y luego no poder vivir. Pero creo que esta idea de la resignación es muy dañina. Y eso porque cuando la violencia empezó a desbocarse o salirse de madre en México, alguien, en algún momento, tuvo que haber dicho: “párenle, detengan todo, no es posible que esto ocurra, no es posible que tres chicos desaparezcan y ya, que no haya ningún responsable y todo el mundo siga con su vida”. Entonces la idea es que el mundo no puede seguir así. Hay que parar todo. Porque esa resignación o ese continuar adelante (supuesta resiliencia, concepto moderno que a mí me parece atroz) implica que solo hay que aceptar lo que ocurrió y la vida continúa porque tú estás aquí. No sé, eso me parece una idea muy injusta, muy burda. El no haber detenido todo en algún momento, provocó que, a la larga, la gente pudiera soportar más, y soportar más, y por eso cada vez la violencia y sus manifestaciones son más grandes. ¿Por qué? Porque las aguantas y sigues con tu vida. Entonces, en lugar de tener cinco mujeres asesinadas al día, como nada se detuvo, ahora tenemos nueve. En lugar de que hubiera cinco fosas clandestinas, ahora hay cinco mil. De modo que ese momento, en el cual nadie quiso detenerse y todos siguieron con su vida, es donde se jodió aún más el asunto.

…

*J. J. Maldonado ha publicado la novela El amor es un perro que ruge desde los abismos (Planeta, 2021). En 2015 ganó el concurso “Narrador Joven del Perú”. Actualmente vive en Barcelona.

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