Cuando se habla de periodismo gonzo, no pocos desaciertos conceptuales se dicen al respecto. El más conocido, asociado a este lugar común: la experiencia personal del escritor/reportero/etc. con la historia narrada. Dicho así, suena muy atractivo, pero por más esfuerzo desplegado por los epígonos, no hay obra que roce la maestría de su involuntario fundador: Hunter S. Thompson (1937 – 2005).
Y la razón es una sola: lo gonzo nace y muere con su creador. No hay escuela gonzo, ni legado, nada. Solo leyenda que ha servido de motivación a más de un reportero. Hay que tener cuidado, porque al ritmo de esas ligerezas de concepto hasta Victor Hugo podría ser considerado gonzo por su monumental Historia de un crimen.
Resulta que la leyenda de Thompson es una infatigable generadora de adeptos. Cualquiera puede tener el derecho de parecerse a Thompson, pero eso sí: no todos pueden ser Thompson. Para ser como este escritor, no solo basta el talento para la escritura, sino también una franca actitud de enfrentamiento que revele un carácter, una personalidad que convierta al discípulo en un kamikaze. Bien lo sabemos, ya sea en el mundo de periodismo, y con mayor razón en las esferas literarias: muy pocos están dispuestos a decir lo que piensan y actuar en base a esta línea de independencia. No existen los periodistas gonzos, menos los escritores gonzos; lo que sí, y en variedad a escoger, es la presencia del minigonzo, pero este es un tema que seguramente desarrollaremos en un artículo especial.
Hunter S. Thompson fue un contestatario hasta el último día de su vida, hizo lo que quiso y dijo lo que le vino en gana. Sabía, y mucho más que sus centenares de detractores, que podía darse ciertos caprichos, por la sencilla razón de que tenía una obra legitimada por el lector y la crítica. Basta con traer a colación su obra más conocida, Miedo y asco en Las Vegas, y en menor medida Los Ángeles del infierno y La gran caza del tiburón, satélites que fungen de puertas de entrada a su poética.
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La maldición de Lono (1983/Sexto Piso 2016). Obra menor, sí, pero también un claro ejemplo del enorme talento narrativo de Thompson. La historia de esta publicación es un calco del espíritu que signó cada uno de sus proyectos de largo aliento: el encargo.

En 1980, la revista Running le propone cubrir la maratón de Honolulú y para tal fin el autor convoca a su amigo Ralph Steadman, reconocido dibujante que comparte con el gonzo el apego por las drogas y la aventura espontánea. Como bien supone el lector enterado, Thompson no está dispuesto a cubrir la maratón como si fuera un reportero, en realidad no quiere realizar el encargo, pero sabe que el dinero le aliviará de sus problemas económicos inmediatos, que imaginamos muchísimos dada su tendencia al escándalo escanciado de matonería. Entonces, Thompson, fiel a la inteligencia espontánea del vitalista, decide cubrir el evento a su manera, brindando no solo su versión de la maratón, sino también la historia existencial que configura, para él, el alucinado encanto de Hawaii.
Nuestro escritor no se conforma con el alardeo técnico, que hemos visto en todo esplendor en sus libros más conocidos, también se documenta a profundidad sobre la historia/leyenda del capitán inglés James Cook, el histórico explorador y navegante, que al llegar por primera vez a Hawaii en 1778 fue considerado un dios, o ser privilegiado, a quien los nativos trataron como tal. Mas en su segundo regreso, los nativos, creyendo que era un farsante que tarde o temprano los esclavizaría, no dudaron en tratarlo con suma hostilidad. Cook y sus hombres se defienden de los aborígenes y tras días de sangrienta batalla, el explorador es asesinado.
Esta historia del capitán Cook sazona a La maldición de Lono con una atmósfera tachonada de ensueño tanático. En su locura, ya estimulado en drogas y alcohol, Thompson cree ser la encarnación de Cook y en esta lúdica condición debe superar los óbices que le presenta el espíritu de Lono (sensación de batalla con seres de otro mundo mientras debe cubrir la maratón). Además, el gonzo, en coherencia con sus postulados vitales, considera que la autodestrucción es la única manera de enfrentarse a esta divinidad.
Obvio: estamos ante una actitud ya conocida en la poética del autor. No obstante, en estas páginas no hallamos la negra prosodia lírica que sí en Miedo y asco…, somos más bien partícipes de un nervio narrativo reposado. Aquí encontramos exceso (vaya novedad), mas este no yace en el verbo alterado, sino en la mirada tramposamente reflexiva que nos ubica en una suerte de involuntaria clase magistral sobre cómo narrar: de nada sirve escribir muy bien si no hay transmisión; y claro, es también la que guía al lector hacia el instinto (gris y multicolor) del escritor más visceral de los últimos cincuenta años en el mundo.
Más que suficiente.
(GRO).